Este escribe esta columna muy preocupado. Tendré un siglo dividido en dos partes, pero todavía mantengo incólume el alma del niño que fui y que vivió momentos inolvidables en el colegio. Esa palabra que todavía se introduce en mis sueños y, a veces, en mis pesadillas. Por eso sigo de cerca y me duele el drama que están pasando los alumnos. Porque hay que decir una cosa bien clarita.

Los profesores existen porque hay alumnos, que son la esencia de la educación. Desde la Biblia, con Jesús, desde la antigua Grecia con Sócrates o Platón, ellos no existirían sino tendrían a sus discípulos. Y se deben a ellos. Nuestro Señor hasta dio la vida por sus apóstoles y la humanidad. No entiendo cómo a la dirigencia, que encabeza la lucha de los maestros, parece no importarle que millones de niños y jóvenes que están sin recibir clases más de dos meses. Sabemos de las necesidades económicas, pero si ya llegaron a un acuerdo salarial, que al final era lo fundamental, debieron regresar a enseñar a sus alumnos y seguir con las negociaciones, pero sin perjudicar a los niños.

Este columnista se gana la vida en este noble oficio de periodista. Le agradezco siempre a mis padres, pero también a los profesores que me tocaron. Tanto en el colegio como en la universidad. Pero, sobre todo, en el colegio ‘Santísima Trinidad’, de curas trinitarios en primaria y en el emblemático Hipólito Unanue, la Gran Unidad Escolar de la Unidad Vecinal ‘Mirones’ en secundaria. Gaby, la señorita de las hermosas piernas, porque era minifaldera, como se estilaba en la época, me enseñó a leer y a sumar. Los profesores parecían dedicados a los alumnos todo el día. Inclusive, un sábado podían llegar a tu casa, a departir un lonche con los padres, el alumno y hablaban de los avances del niño. Hasta ahora recuerdo a mis profes de primaria, Gaby Peralta, la bella, Raúl y Nicolás García, hermanos, que nos pegaban buenos reglazos por malcriados y nos hacían cantar valses criollos y la canción de ‘Historia de amor’ en castellano, porque, seguramente, estaban enamorados. Han dejado huella en mí, hasta ahora.

A pesar de haber vivido a mil por hora y anclado en decenas de puertos, aún los recuerdo con cariño y, sobre todo, con agradecimiento. Como periodista, me puedo permitir ingresar a terrenos procelosos, pero a la vez cautivantes como la literatura. No lo podría hacer sino hubiese existido mi profesor de literatura de segundo de secundaria: ‘Miguelito’, que me introdujo en un mundo mágico de los libros de César Vallejo, Vargas Llosa, Abraham Valdelomar, Julio Ramón Ribeyro, José María Arguedas, López Albujar, Julián Huanay y los leía a mis doce años.

‘Miguelito’ tenía una voz bajita, era introvertido, seguro nunca podría ser un gritón líder huelguista, pero vaya que marcó no solo a este Búho, sino a muchos alumnos, hoy grandes profesionales que lo recuerdan, como esa noche inolvidable de la cena de gala, por los veinticinco años de la promoción, su nombre era el más coreado y se sentía su ausencia. En estos momentos en que se habla tanto del ‘maestro’, me permití ingresar al túnel del tiempo para recordar a los míos. No me imagino a ‘Miguelito’ haciendo una huelga y dejándonos sin estudiar por miedo de someterse a una evaluación, de la que él nos hacía de manera implacable.

La evaluación es un punto clave en un sistema educativo moderno. Este columnista, con cinco cheques encima, sigue leyendo, invirtiendo en investigación, porque esa es mi misión para brindarles lo mejor a mis queridos lectores, casi como la de un maestro. La capacitación es personal y no nos deben obligar a ello. A veces siento vergüenza por algunas exigencias de los radicales dirigentes huelguistas. La situación es tan patética, que hasta , que no aprobó el ‘Coquito’, se ofrece de ‘mediador’. Apago el televisor.

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