El Chato Matta llegó al restaurante con su camiseta de la selección para ver el partido ante Suecia y se pidió una poderosa parihuela de pescados con mariscos con limón y rocotito molido. También una cervecita negra y me comenzó a contar una de sus aventuras. “María, veo a las suecas alrededor del estadio y mi mente se transporta al pasado. Cuando recién conocí a hace más de veinte años, él trabajaba en la radio y un día le regalaron pasajes y estadía a la hermosa Ciudad Imperial. ‘Vamos a hacerla, Chatito, somos lo que somos’, me dijo el gordito. Fue una experiencia alucinante. Bajábamos a los ‘huecos’ hippies como el ‘Abraxas’ o discotecas como el ‘Muqui’, que en ese tiempo daban la hora con un montón de extranjeras. No había, como ahora, restaurantes ‘cinco tenedores’ ni alojamientos lujosos. Eran hospedajes para mochileros y turistas de aventura. Nada que ver con los extraordinarios hoteles cinco estrellas de ahora, que cuestan más de mil dólares la noche. Pasamos días inolvidables, pero tenía que partir, pues mi enamorada del instituto me lanzó un ultimátum: ‘O te regresas ahorita mismo o termino contigo. Estoy cansado de que siempre estés con ese gordo sinvergüenza y cochino’. Como Pancho no quería volver, tomé el primer bus a Lima. Allí, entre paisanitas y recios viajeros, había solo una turista. Una mochilera de ojos azules como el cielo cusqueño, Lena, una bella sueca de 25 años. Se sentó a mi lado y no paramos de conversar.

La rubia me miraba como el gato al ratón. Pero a las 6 de la tarde, justo cuando llegábamos a Abancaycito, por una gigantesca bajada, al ómnibus se le vaciaron los frenos. ¡Solo la pericia del chofer nos salvó de desbarrancarnos! En el local de la empresa nos dijeron: ‘Vamos a traer un repuesto de Cusco, ya no podremos salir hasta mañana. Quédense a dormir en el carro nomás’. Era de noche y con la gringa compartía una botellita de ron barato. Ya picada, me dijo: ‘No pienso dormir aquí, vamos al hotel’. ‘No tengo ni un sol’, le respondí. ‘No te preocupes, sígueme’. Me llevó al mejor hotel de la ciudad. Al ingresar, ella se fue a bañar y yo me acomodé en un sofá. Cuando salió, me dijo: ‘Ven, peruanito. Tú no te bañes, quiero sentir tu olor’. Apagó las luces y me empujó a la cama. Me devoró, gritando cosas raras en su idioma. Esa noche sentí que era mi mujer para toda la vida. La gringa pedía más y yo, joven y sano, tenía cuerda para rato. Al final, se quedó dormida. Al día siguiente, cuando el carro estaba operativo, salimos corriendo del hotel. Cuando yo pensé, todo sanazo, que era mi enamorada, pasó una camioneta Jeep, ella le hizo una seña coquetona al chofer y este paró en seco y se la llevó. ‘Ese es el rey del choclo’, dijo un campesino que pasaba por el lugar. ‘Es millonario y mujeriego. La gringa se dobló’, subrayó. Ella me gritó: ‘¡En Lima te voy a buscar a tu instituto!’. Yo la esperé una semana, dos... y nada. Me había golpeado el bobo. Era muy inocente en esos años. ¡Nunca me voy a olvidar de esa mujer!”. Pucha, ese Chato tiene sus cositas, pero no es como el cochino de su amigo Pancholón. Me voy, cuídense.

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