Este Búho es un orgulloso sanmarquino de toda la vida y saludo a mi alma mater en el , la primera universidad de América, la Decana. San Marcos () tuvo mucho que ver en mi vida, muchos años antes de que ingrese como alumno a sus aulas.

El destino quiso que mi infancia la pasara en la Unidad Vecinal Mirones, enclavada a unas diez cuadras de la Ciudad Universitaria. A inicios de los setenta, con mi mancha de palomillas de la Unidad nos íbamos empujando en ‘coches’, vehículos artesanales de madera y rodajes, hasta la Ciudad Universitaria para deslizarnos suicidamente por las rampas del abandonado estadio universitario.

Ingresábamos al campus como a nuestra casa. No había muros que lo cercaran y me deslumbraba con las pintas, las tremendas gigantografías de Mao, Lenin, Marx que exhibían sus pabellones. Me alucinaban las movilizaciones de los estudiantes y sus cánticos. Era un mundo nuevo.

Recuerden que vivíamos en un gobierno militar y no había protestas callejeras. Cuando incursionábamos por las chacras de Pando, para zamparnos al -no existían la avenida Riva Agüero ni la Universitaria, solo chacras-, había una gran acequia y perros bravos que nos correteaban, cruzábamos el campus de la Universidad Católica, que solo tenía un pabellón de letras y otro de ciencias.

De izquierda a derecha: Julio C. Tello, Federico Villarreal, Ruth Shady, Maria Luisa Aguilar.
De izquierda a derecha: Julio C. Tello, Federico Villarreal, Ruth Shady, Maria Luisa Aguilar.

Allí, en la Católica (), los estudiantes eran en su mayoría seminaristas, monjas, sacerdotes y una mancha de hippies que ahora sé que eran los izquierdistas. San Marcos era otra cosa.

Con más edad nos íbamos en bicicleta, bicimoto o moto con una mancha mixta del ‘cuarenta’, a bajar esas empinadas rampas. Con mis patas de colegio incursionábamos en la gigantesca huaca de la cultura Lima o Maranga y, se los juro, encontrábamos cerámicas rotas, mantos originales que llevábamos a clase como ‘trofeos’.

Por eso, cuando terminé el colegio y mis padres me preguntaron dónde quería estudiar, no dudé ni un segundo en decir: ¡San Marcos! Mi viejito -que en paz descanse- hizo un mohín de disgusto.

Sin que yo supiera, tenían decidido que su primogénito debía estudiar en la Universidad Católica, también por la profunda religiosidad de ellos. Me obligaron a inscribirme en la Católica, pero gracias a mi tío Kike, el abogado, me pagó la inscripción a la cuatricentenaria.

No era como ahora, que te inscribes por internet. En esos tiempos tenías que ir a la Oficina de Admisión, ubicada al costado del Congreso, a las doce de la noche y hacer tu cola toda la madrugada para inscribirte. Era alucinante. Miles llegaban de provincias para postular a la Decana.

Fui el primer integrante de mi ‘mancha’ de Mirones en ingresar a la universidad. Y mi ingreso a San Marcos significó el alejamiento de mi querido barrio. San Marcos no solo me daba estudios en una carrera. Me dio muchísimo más.

Fortaleció mi espíritu crítico y, sobre todo, me dio la oportunidad de conocer y escuchar no solo a grandes profesores, sino a grandes compañeros que enseñaban a un chibolo ‘patita de barrio’ a leer buena literatura, textos sociológicos.

Mis amigos de la San Marcos me abrieron los ojos a la realidad del país en que vivía. Pero me quedé corto. Mañana continúo. Apago el televisor.

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