Este Búho está convencido que lo mejor para sanar heridas es viajar y escribir. Y si ambas coinciden, pues mucho mejor. Me lo recomendó mi viejito una tarde de verano, después de verme abatido por el término de una larga relación. Fue una relación larga, con altibajos, con recuerdos hermosos, pero también tristes.

“Un viaje puede liberarte, quitarte ese peso que te agobia. Un viaje, hijo, cura las heridas del alma y del corazón”. No sé si fueron sus palabras o si mi instinto de zafar de aquella tortura emocional pesó más. Cogí mi mochila, las pocas monedas que tenía y enrumbé en bus por primera vez hacia la ciudad de Cusco.

Viajar en bus desde Lima es una prueba de resistencia física que solo aguantan los más recios. Sus 22 horas de trayecto podrían desanimar a cualquiera, pero bien vale la pena atravesar la cordillera con sus hermosos paisajes, como cuadros de pintura, salpicados por llamas, alpacas y vizcachas, y casitas de adobe solitarias cada cierta cantidad de kilómetros. El cielo va cambiando de color mientras el bus, zigzagueante, sube. Un cielo celeste intenso con sus nubes como copos de algodón. Una separación también puede significar un viaje agotador, de desgaste físico, mental y espiritual. El duelo supone una travesía hacia un destino incierto, en el que llegar a tierra firme puede parecer lejano e imposible. Uno se siente como un bote en un mar bravo. Está la vacilación de soltar el timón y naufragar. Lo hermoso, si se le puede llamar así, está en sobrevivir a ello.

El ingreso a Cusco por su vía terrestre es una fiesta. En cada parada niños y mujeres suben al bus ofreciendo sus mejores productos: queso con cancha, pan chapla, choclos tiernitos y chicharrones de alpaca.

La periferia cusqueña no es la misma de hace 15 años, evidentemente. Las invasiones han creado caos, desorden, informalidad, pero a medida que uno se va adentrando a su centro histórico, su misticismo se manifiesta en cada calle empedrada. Allí están la Plaza de Armas, el barrio de San Blas, el Qorikancha, su mercado de San Pedro.

Y fue en esas calles donde me perdí cada día con sus noches, bajo el sol sofocante del mediodía y el frío de sus tardes. “Deambulé por los callejones de la historia / entre centenares de transeúntes con chullos multicolores / o blancos sombreros en las mañanas radiantes, / me perdí en interminables noches imantadas, / en calles de pétreos adoquines, alrededor de la plaza”, dijo Marco Martos en su poema ‘Cusco, primera vez’.

Aunque ese viaje, por mi corto presupuesto, se limitó a conocer únicamente la ciudad cusqueña -cómo sufrí por no ir a Machu Picchu, Ollantaytambo, Pisac-, debo confesar que quedé enamorado con la arquitectura de sus calles, de su gente hospitalaria, con su gastronomía innovadora y accesible a cualquier bolsillo. Una ciudad en donde se habla todos los idiomas y se escucha todos los géneros musicales, una ciudad de todas las razas y todas las religiones.

Caminando es como se conoce la ciudad, aunque falte aire y las piernas pesen el doble. La cultura está viva, sus habitantes la conservan en su lengua, en sus costumbres, en sus vestimentas. Tenía razón mi viejito, un viaje puede significar el inicio de una nueva vida, el cierre de un capítulo, la sal sobre una herida que sangra. Un nuevo aire, más fresco, más puro, renovador. La travesía de perder a quien uno ama es un gran dolor, pero sobreponerse a él nos hace personas más fuertes, más sabias y maduras.

Nos han hecho creer que el amor, decía el argentino Martín Caparrós, es para siempre y cualquier otra versión es un fracaso. El amor dura lo que tenga que durar. Así sea un instante.

Apago el televisor.


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