El multitudinario homenaje tributado por la hinchada y el país al periodista deportivo constituye un fenómeno que muy difícilmente se vuelva a repetir. Los periodistas no encaminan su carrera pensando en recibir honores u homenajes en vida, y menos de carácter póstumo. No creo que Daniel hubiese advertido el impacto de su imagen después de la clasificación de Perú para el Mundial de Rusia, porque al tener una apretada agenda, se movía más con sus colegas de profesión, con los que hasta ‘pichangueaba’, y a lo mucho podía darse un ‘baño de popularidad’ al salir con su familia a un mall o restaurante. Nunca imaginó que se había convertido en un símbolo de la selección por sus emocionantes e históricos relatos.

Eso no sucedió con Humberto Martínez Morosini, por ejemplo, narrador de épicas jornadas en el siglo pasado con el ‘Nene’ Cubillas o el ‘Cholo’ Sotil. Por supuesto, vivíamos en otra época y Perú estaba acostumbrado a las hazañas deportivas, pero no había programas deportivos completos en cable ni redes sociales, donde los hinchas se mandan maratónicas sesiones escuchando y gozando de los goles con la narración de Daniel. Y claro, la proeza de lograr el boleto para Rusia 2018 de la mano de los desgarradores relatos del ‘narrador hincha’ lo convirtieron en un responsable más de llevar a la Blanquirroja a un Mundial. Aprovecharé que hablo de periodismo para referirme a Gabriel García Márquez, premio Nobel de Literatura. El colombiano nacido en Aracataca jamás dejó de considerarse periodista. Recuerdo que a inicios de los ochenta, este columnista andaba con su mochila y llevaba un libro de arriba abajo, el cual leía con avidez toda la tarde, en la soledad del inmenso estadio de San Marcos: ‘Crónicas y reportajes’, del genial ‘Gabo’. El escritor colombiano ya había ganado el Nobel en 1982 y yo había leído algunas de sus novelas trascendentales, como ‘Cien años de soledad’ o ‘El otoño del patriarca’, pero no el trabajo que hizo en el diario El Heraldo de Barranquilla, cuando era veinteañero y escribió: ‘Cuando era joven, feliz e indocumentado’.

Ya en la cima del mundo literario, editó este libro, donde reproducía sus mejores reportajes de juventud. Ya sea en el micro, en las noches, a la hora del almuerzo, devoraba esas crónicas con títulos alucinantes que colocaba el propio escritor.

‘El cartero llama mil veces’, un texto sobre el destino de las cartas que nunca llegan a su destino; o ‘Un hombre ha muerto de muerte natural’, que era un artículo sobre el fallecimiento de su admirado Ernest Hemingway, quien se voló la cabeza con una escopeta, pero como su vida fue un coqueteo visceral con la caza, la guerra y la violencia, ese suicidio era para ‘Gabo’, ‘una muerte natural’. El novelista nunca olvidó sus épocas de periodista, oficio que nunca separaba de su producción literaria: ‘El periodismo es una pasión insaciable que solo puede digerirse y humanizarse por su confrontación descarnada con la realidad’, escribía. Nunca dejó de definir y defender esa actividad que ejerció: ‘Se sufre, pero no hay mejor oficio que el periodismo’. En su última conferencia, en Monterrey, México, terminó la ponencia señalando que los periodistas de antes sufrían mucho por la precariedad de las máquinas ‘y nos daba tiempo para pensar un poquito... y como sufríamos tanto, nos emborrachábamos todas las noches’. Algunos jóvenes lectores me piden que recomiende libros ambientados en salas de Redacción. Les recomiendo dos: ‘Tinta roja’, de Alberto Fuguet, y ‘Los últimos días de La Prensa’, de Jaime Bayly. En ‘Tinta roja’, Alfonso es un muchacho que vive apañado por su madre y una tía, en un barrio de clase media venida a menos y sueña con ser escritor.

Pero desciende a los infiernos del detritus de la ciudad de Santiago, como redactor de Policiales del diario sensacionalista ‘El Clamor’. Su ‘maestro’ es el jefe de Policiales, Faúndez, un tipo desalmado que tenía la costumbre de aprovecharse de las viudas jóvenes de los asesinados o muertos por accidente y se las llevaba a la cama, pero le agarra ‘camote’ a Alfonso y le dice: ‘El periodismo es como la prostitución, se aprende en la calle’. Y en la novela de Bayly, Diego Balbi, un quinceañero rebelde, se va a vivir a la residencia sanisidrina de su abuela, quien lo recomienda con su amigo, el director del viejo diario ‘La Prensa’, un periódico que languidece y ya no es aquel donde Pedro Beltrán reunía a una pléyade de grandes periodistas. El chiquillo Diego se encuentra con periodistas e intelectuales viejos, orates, alcohólicos, fascistas ultraviolentos, secretarias pericas y noveles colegas borrachines y ‘putañeros’. Una de las mejores novelas del ‘niño terrible’ del periodismo peruano. Apago el televisor.

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