Este recibe correos de sus jóvenes lectores. ‘Buhíto, la temperatura está que sube. Tú siempre escribes que amas el mar. Habla sobre las playas que más te impactaron’. Me pareció una buena idea. Como escribía el gran poeta Martín Adán a una admiradora argentina: ‘Si quieres saber de mi vida, vete a ver el mar’. Pienso que uno debe empezar desde el principio. Di mis primeros pasos en la mítica Unidad Vecinal Mirones. Desde allí, en mi azotea del cuarto piso, veía nítidamente a la hora del ‘sunset’, al oeste, el mar y la gran isla San Lorenzo. Mirones se ubica en el Cercado de Lima, a unas cuadras de la Universidad de San Marcos, la frontera entre Lima y Callao. Dos grandes vías conectaban nuestra Unidad con el primer puerto. Las avenidas Venezuela y Colonial.

Todos los veranos caminábamos hasta la Colonial una mancha mixta a tomar los recordados y desaparecidos ‘loritos’ de color verde, amarillo y blanco, que nos llevaban hasta La Punta, o el marrón con amarillo de Santoyo-La Punta. Nuestro destino era la apacible Cantolao. Nos bajábamos en el jirón Arrieta. En San Marcos conocí a compañeros que nunca se habían bañado en esa playa. Había un piurano que era de Zorritos. Cuando se metió de frente a nadar se quedó paralizado y lo tuvieron que sacar dos salvavidas. Acostumbrado a las playas de aguas calientes, su cuerpo no resistió el agua helada del mar de La Punta. Cuando recuperó el habla, solo dijo: ‘Esta playa parece el polo sur’. Es que la ‘beach’, de piedras redonditas y pequeñas, es recontrahelada, pero quienes la frecuentan se acostumbran rápido. La vista de yates, embarcaciones y barcos y la placidez de sus aguas te hacían imaginar que estabas en el Mediterráneo. Mi pata Miki Yufra le decía ‘Miss Cantolao’ a su enamorada, porque era más fría la condenada. Pasamos nuestra niñez en sus aguas mansas.
Cuando crecimos, nos arriesgábamos y nos metíamos al viejo y oxidado muelle -hoy desaparecido- y nos lanzábamos de una altura de cuatro metros de cabeza al mar. Era toda una experiencia peligrosa. Tenías que calcular que llegue el tumbo y tirarte justo cuando el mar estaba hondo, solo unos segundos, porque si calculabas mal y te tirabas a destiempo, te dabas de cara contra las piedras, como le pasó a nuestro amigo Jaime ‘Boquita’ Carrasco, que perdió varios dientes. Pero lo que hasta ahora se mantiene en ese playa y en el balneario es su aire democrático. Para todos sale el sol. No sé por qué, pero no se veía tomar ‘chelas’ a los bañistas, era muy familiar y juvenil. Hoy, el municipio establece un férreo control en la playa para evitar el consumo de alcohol.


Pero La Punta no le da la espalda a las familias que llegan desde los asentamientos humanos del Callao con sus ollas de tallarines y arroz con pollo y se dirigen a la popular ‘Arenilla’, una playa de aguas empozadas. En tiempos antiguos, en la zona donde el mar bravío se une con la arenilla, se formó una playa de aguas limpias y de arenita, llamada ‘la Isla de Gilligan’, en honor a la entrañable serie de televisión de los años sesenta. Todos los que bajábamos al Callao en esos tiempos recordamos a un vendedor estrella, el de ‘papa rellena’, que anunciaba por todas las playas chalacas: ‘Papa rellena, papa rellena, papa rellena, papa rellena’. Solo esas palabras repetía las ocho horas del día. Hoy en Lima hay más de dos docenas de restaurantes para disfrutar de los frutos del mar para todos los bolsillos. En el verano pasado nos paseamos en un catamarán por las Islas Palomino, para ver a los lobos marinos en una ruta que se inicia en Miraflores, desde donde te llevan al primer puerto. Pese a esas sofisticaciones, las veces que he llegado a La Punta, ya no en el ‘lorito’, sino en mi carrito, he recalado en el Mercado Central para degustar un pan con chicharrón donde el ‘Chinito’ o un pescadito frito entero, con yuca y sarsita criolla. Recomiendo Cantolao no solo para pasar un día de playa. Llegar al centro histórico del Callao es otra experiencia casi religiosa. Y si tienen suerte de que el Sport Boys juegue de local en el ‘Miguel Grau’, el ambiente será de jolgorio total. En una rocola podrán escuchar ‘Woman del Callao’ de Juan Luis Guerra (que es otro Callao, pero qué importa) y que de repente entre una espectacular chalaca de carne y hueso. Apago el televisor.

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