es un viejo sabio. Cada mañana, desde su terraza, observa el cielo y predice el clima. Cura el dolor de oreja con humo de cigarro. Lee las hojas de coca con una certeza que nadie discute. Sabe cultivar, cosechar, tostar, moler y pasar el café. Tiene una fortaleza de roble y la paciencia de una araña. Cada tarde acaricia su garganta con una copita de aguardiente. Entre tantas cosas, Emilio amó y fue amado. A su edad la muerte no le asusta. Lo que le asusta es morir solo. Lejos de casa. Lejos de sus hijos y de sus nietos. Así como mueren ahora los viejos.

Porque ahora los viejos –como mi abuelo- mueren solos. Al lado de otros hombres solos. Y lo último que ven son seres en batas blancas. Enmascarados que los auscultan con miedo y les pinchan la piel gastada con agujas. Y al final del camino, cuando pierden la batalla, sus cuerpos se reducen a cenizas. A eso le tiene miedo el viejo Emilio.

Recuerdo la noche que hablamos bajo el cielo despejado de Huancayo, frente al río Mantaro. Apenas había terminado de leer ‘El amor en los tiempos del cólera’, de Gabriel García Márquez, y le cité un fragmento con la solicitud de que me explicara cómo lo entendía él: ‘Los seres humanos no nacen para siempre el día en que sus madres los alumbran, sino que la vida los obliga otra vez y muchas veces a parirse a sí mismos’.

Imperturbable como una escultura de piedra, con las piernas cruzadas y mientras chacchaba hojas secas de coca resolvió: ‘Hay momentos en la vida, hijo, en que se te presentan pruebas, retos, obstáculos, no sé, llámalo como quieras, pero son etapas que debes afrontar con hidalguía, con entereza, de pie. Sobreponerte a esos momentos es empezar de nuevo, es nacer de nuevo. No siempre terminarás completo, pero uno se reconstruye después de esos malos tiempos. Siempre hay una orilla al otro lado del mar’.

Emilio es un viejo sabio. Responde todas las preguntas y todas las responde bien. Puede hablar de las constelaciones en los cielos como de los beneficios de la muña. Puede asegurar cuándo la tierra es fértil para el cultivo como puede asegurar con rigor si el invierno será crudo. Aconseja a los jóvenes con la autoridad que le dan sus canas. Enseña sobre la vida con la potestad que le dan sus batallas peleadas.

Me pregunto qué sucedería si algún día dejaran de existir todos los ancianos del mundo. Hacia dónde caminaríamos, qué luz nos guiaría, quién nos corregiría. Me pregunto si este virus, letal para ellos, es solo una prueba que nos ayudará –como dice Gabo- a parirnos a nosotros mismos o –como dice mi abuelo- a reconstruirnos como personas.

Hoy al viejo Emilio -como a todos los de su generación- le toca luchar, sin más armas que su paciencia inagotable. Enclaustrado en su habitación, viendo la tele o leyendo los periódicos. Es una batalla de la que no puede escapar, de la que nadie puede escapar. Le he dicho que no morirá mañana, ni pasado mañana, ni solo, ni lejos, porque no lo merece. Porque nadie lo merece.



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