Pepe Mariño es uno de los periodistas más avezados que haya conocido. Y eso que he conocido a muchísimos. No mide el peligro y si la noticia está en el corazón de un volcán a punto de erupcionar, él va sin miedo. Por eso, en 1995, el director periodístico de Panamericana Televisión, el sensei , nos encargó viajar a Ecuador, en pleno conflicto bélico.

“¡Ustedes dos! se me van ahora mismo para Quito. Ya viene un taxi para llevarlos al aeropuerto”. Esa orden marcial se debía cumplir sin chistar. La había dicho Estremadoyro, era motivo suficiente.

El encargo era recoger opiniones de ecuatorianos sobre el llamado , recorrer las calles, registrar el clima social y político.

Sabrán, lectores míos, que para un periodista las coberturas más arriesgadas son las que se disfrutan mejor. Sabíamos que no iba a ser una tarea fácil, que el simple hecho de ingresar a territorio ecuatoriano era poner nuestro pellejo en bandeja de plata.

Podían tomarnos como rehenes o incluso desaparecernos. Y de eso hablaba con Pepe durante nuestro trayecto al Jorge Chávez. Él reía. Parecía un perro hambriento que va a recibir un bife jugoso o un niño que va a comprar un juguete nuevo.

No sabíamos que estábamos a punto de vivir los episodios más terroríficos de nuestras vidas.

NOS RESPIRABAN EN LA NUCA

Aterrizamos en el aeropuerto Mariscal Sucre en Quito, en una tarde soleada. Apenas bajamos del avión, nos recibieron soldados armados con fusiles. Nos quitaron los pasaportes, revisaron nuestros equipajes y luego de horas de interrogatorio nos dejaron ingresar al país.

Entonces tomamos un taxi y apenas a un kilómetro de recorrido adelante sentimos que sospechosamente una moto lineal nos seguía. Íbamos al emblemático hotel Oro Verde, era uno de los más lujosos de la ciudad. Creíamos que ahí estaríamos seguros. No fue así.

Al llegar pedimos al recepcionista una habitación con vista a la plaza. Este se negó diciendo que todas estaban ocupadas y que solo le quedaba una con ventana al pasadizo. Luego nos daríamos cuenta de que el hotel estaba completamente vacío.

Esa misma noche encendimos la televisión. Durante la programación de todos los canales de señal abierta, cada dos o tres minutos se emitía a nivel nacional arengas contra los peruanos y se llamaba a luchar por la patria. Yo cogí mi cámara, la puse sobre un trípode y grabé.

Ya eran las diez de la noche cuando decidimos dormir para levantarnos al día siguiente muy temprano y recorrer las calles de Quito. Le echamos pestillo a la puerta, apagamos las luces y nos acostamos cada uno en su cama, sin presagiar que seríamos víctimas de un atentado.

Al día siguiente me desperté primero que Pepe. Cuando intenté levantarme de la cama, sentí como si sobre mi cabeza hubiera un yunque de 100 kilos. Veía borroso. Me arrastré hacia el baño y bebí agua. Poco a poco fui recuperando la lucidez. Comencé a llamar a mi colega. Despertó con los mismos síntomas.

Aún maltrechos, nos dimos cuenta de la dimensión de lo que había sucedido cuando vimos nuestros equipos regados y destrozados. Un olor fétido inundaba nuestra habitación. El ejército ecuatoriano nos había dopado para robarnos. Entraron por el ducto del aire acondicionado. Se habían llevados casetes y dinero.

MASACRE EN QUITO

De inmediato nos comunicamos con nuestro jefe en Lima, , quien nos dio indicaciones claras: “Ahora mismo: Llaja, te regresas a Lima; y Pepe, te vas para la embajada de Perú”.

Cogí mi cámara, mi ropa, tomé un taxi y me fui al aeropuerto. No tenía la certeza si volvería a ver a mi gran compañero Pepe Mariño. Nos dimos un abrazo y cada uno enrumbó a su destino.

Casi a cinco minutos de llegar al aeródromo, una camioneta me interceptó. Se llevó lo poco que tenía: unos equipos de transmisión, baterías y me amenazaron de muerte. Apenas me dejaron con dinero para mi boleto de avión. En Lima me recibió una comitiva de periodistas. Tuve que brindar una conferencia con mi testimonio.

Pero no dejaba de pensar en mi colega Pepe. Él se había refugiado en la embajada peruana y apenas se comunicaba con el director periodístico. Su futuro era incierto.

Aún en Ecuador, Pepe pudo contactar con Carlos Mauriola, un camarógrafo peruano capazo. Ambos, con una cámara pequeñita, lograron grabar lo solicitado. Con el material en mano, se dispusieron a enviarlo a Perú vía satélite. Mientras despachaban, fueron interceptados por ocho sujetos: seis militares y dos civiles.

Carlos y Pepe defendieron el material con su vida. Juntos hicieron una barrera mientras los videos pasaban. Ambos terminaron masacrados. A Pepe le rompieron la clavícula y le volaron 8 dientes. Todavía hoy tiene problemas físicos por esos golpes. Sin embargo, el material pudo llegar a Lima y fue transmitido a nivel nacional.

Con Pepe hace algunos días recordamos aquella comisión salvaje, que casi nos cuesta la vida. Es una anécdota que yo disfruto contarle a mis hijas y a los nuevos periodistas que llegan al canal. Aunque siempre recalco que ninguna primicia debe costar la integridad física. Pero quienes estamos en este oficio, quienes realmente vivimos el periodismo, no medimos límites ni consecuencias.

Nos vemos el próximo martes, siempre por .

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